Hasta hace unos años, lo que sucede en nuestra cotidianeidad era parte de una película de ciencia ficción.
Sin siquiera darnos cuenta, la IA maneja nuestra casa, los electrodomésticos, el auto, la lista del supermercado, y hasta la información que necesitamos para movernos durante el día. La revolución tecnológica cuenta nuestros pasos, monitorea nuestro sueño y ritmo cardíaco. También, se instala en nuestro bolsillo y habita nuestro celular.
Una antesala del avance exponencial de la tecnología es la irrupción de las redes sociales, que no sólo han ganado un terreno único en el mundo digital, sino que han creado espacios de comunicación, recreación y encuentro. En el mismo lugar, las redes sociales ofrecen una amplia variedad de opciones: ver a tus amigos, conocer personas, ocupar el tiempo de ocio, comprar, jugar, informarse, saber qué hacen los demás, compartir reflexiones, mirar videos, entre otros.
Además, tienen influencia en nuestro día: persuaden nuestros gustos, qué comprar y qué visitar, a través de una comunidad que continuamente se retroalimenta.
Sin duda, la presencia digital se ha vuelto trascendental. Es por ello que las empresas comenzaron a invertir en marketing digital para potenciar sus marcas, entendiendo que las reglas del juego son completamente diferentes.
Por otro lado, este espacio modificó nuestro modo de vida, generando nuevas conductas, nuevas formas de expresarnos, entretenernos, vincularnos y comunicarnos. Sin lugar a dudas, poseen la capacidad de persuadir en nuestras decisiones.
Los seguidores reemplazan a las personas. Los filtros compensan nuestros “defectos”. La planificación para expresarse en función a la reacción de la audiencia reemplaza la espontaneidad. Las interacciones son más efímeras. El perfil y la segmentación solapan la singularidad. Y por supuesto, hay poco lugar para las palabras. Se configura una nueva cultura de la red.
Ahora bien, ¿qué hay detrás de esta escena virtual? Los algoritmos.
En palabras simples, y en sentido amplio, los algoritmos son los pasos necesarios y definidos para la resolución de un problema. Pero, ¿cómo funcionan en la vida digital?
Nuestra conducta genera constantemente información y datos sobre gustos, intereses y preferencias. Detrás de lo que consumimos, hay un conjunto de reglas y señales que clasifica automáticamente el contenido, en función de la probabilidad de que nos guste o interactuemos.
Una de las características de los algoritmos es que aprenden a partir de nuestro feedback. Si nos demoramos viendo un contenido más que otro, si reaccionamos, si compartimos o si lo pasamos de largo, los algoritmos generar un aprendizaje y están involucrados en la selección de las publicaciones que aparecen en nuestras pantallas. Por lo tanto, nos ofrecen contenido a medida.
Si los algoritmos ganan terreno en nuestro tiempo de ocio, cabe preguntarse qué aprenden de nosotros y qué pueden inferir sobre algo tan íntimo y singular, como los estados de ánimo. ¿Qué pasa con toda esa información que generamos? ¿Qué dice de nosotros sin que nosotros sepamos?
¿Y si los algoritmos promueven una disminución en la capacidad de preguntar, interpelar nuestras creencias y cuestionar nuestras visiones?
¿Y si la lógica de ese “detrás de escena” es conformarnos con un estilo de vida más segmentado, enlatado, perfilado y homogéneo? Acaso, ¿viviremos hiperconectados en una burbuja?
¿Qué posibilidad tendremos de conectarnos con lo que nos hace necesariamente diferente a los demás? ¿Qué herramientas tendremos para romper la burbuja y no perdernos en el intento?
Pienso que estas preguntas nos dan la oportunidad de dimensionar cuánto de nuestra intimidad ofrecemos y qué tan vulnerables somos.